Hay un tipo de amor que no se escribe en carne ni se vive en los cuerpos.
Un amor que no tiene horario, ni trayecto, ni siquiera certezas.
Es el que nace en la distancia, en la imagen, en el eco de una voz que no me habla, pero que no deja de resonar en mi cabeza.
Un amor sin contacto, vacío de todo, pero que de alguna manera termina llenándome con su presencia.
A veces me pregunto si me gusta más la espera que el encuentro.
Si me enamora la imposibilidad porque me permite idealizar sin decepcionarme.
O si, más bien, me aferro a lo lejano porque lo cercano me lastima.
Este amor —si es que se me permite llamarlo de esa manera— vive en la imaginación, se alimenta de símbolos que solo yo comparto: una canción, una fotografía, una palabra dicha en otro idioma.
Es un amor que no pide nada, que me acompaña sin cuestionamientos, que vibra sin la necesidad de la duda.
Está allí cuando nadie más lo está. No exige, no se rompe, no me juzga.
Algunas noches lo siento tan cerca que podría jurar que me respira.
Otras veces, me doy cuenta de que soy yo la que le inventa.
Pero no me molesta.
Porque hay amores que no necesitan testigos para existir.