Por qué escribimos sobre el dolor (y cómo nos sana… más o menos)
El arte como medicina espiritual y mental
Hay algo profundamente reconfortante en sentarse a escribir sobre las cosas que más duelen. No sé si es porque creemos que exponerlas nos brinda cierto poder o porque el Word nos mira sin juzgar (a diferencia de tu tía la que te dice “¿por qué siempre te vistes de negro?”), pero lo cierto es que muchos terminamos escribiendo sobre la tristeza como quien cocina sopa cuando está enfermo: sin saber si va a curar, pero seguro de que al menos calienta.
No lo hacemos porque seamos masoquistas —aunque a veces parezca que nos encanta revolcarnos en el lodo emocional como cochinitos literarios—, sino porque el dolor es, a su manera retorcida, el idioma universal. Todos lo hablamos. Algunos lo susurran, otros lo gritan en poemas.
Escribir sobre el dolor nos permite organizar el caos, como si al ponerle puntuación, le estuviéramos diciendo: “Ya eres historia, no amenaza. Te di vida y ahora me perteneces y no al revés”. Y en ese acto hay una pequeña —pequeñísima, microscópica— redención.
A veces, solo a veces, entendemos algo que no habíamos notado antes. Como que no fue tu culpa. O que sí fue, pero ya aprendiste. O que igual todo fue una mierda pero qué bien quedó este relato, poema, pintura, intento de algo...
A lo largo de mi vida me he encontrado con demasiados tropiezos; heridas, traiciones, dificultades económicas, mi salud mental ha estado por los suelos, he tenido que luchar contra mi propia tristeza, apartando malos hábitos, dejándome consumir por otros, luchando contra algunas adicciones, (nada ilegal, amigos, no se preocupen); sufriendo en silencio, destruyéndome una y mil veces para poder reinventarme; asesinando a tantas yo que apenas si puedo recordarlas. En ocasiones los obstáculos se repetían, en otras eran totalmente nuevos, pero siempre hubo una constante: el arte.
La creación sana, reconforta. Te vacía un poco de oscuridad y te llena con suspiros que saben a consuelo. Es una sensación maravillosa solo comparada con los últimos sollozos casi jadeantes que surgían después de un garrafal berrinche, cuando éramos niños. Se siente como un dolor que se quedó a descansar sobre la garganta, pero que te permitió respirar de nuevo.
Por otro lado, el dolor que se expresa, se grita y/o se cuenta mediante el arte, tiene algo de encanto, ¿no lo crees? Quizás es un encanto dramático, crudo, oscuro en ocasiones, pero honesto.
Vivimos en tiempos de filtros, de sonrisas con dientes demasiado blancos y captions motivacionales que suenan escritos por una IA demasiado motivada. Así que leer algo que te dice: “Sí, duele. Y no sé si va a dejar de doler. Pero aquí estoy, escribiéndolo”, es un acto de rebeldía. Pequeño, pero poderoso.
¿Sana escribir? Mmm… un poquito. O al menos hace que duela con propósito, y eso ya es ganancia. Como una cicatriz que eliges mostrar con orgullo. Como decir: “esto me rompió, pero mira qué bonito se ve ahora en Helvetica 12”.
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El Arte de Escribir sin Aplausos: La Magia del Proceso Personal
En las noches de quietud, cuando el murmullo de la ciudad se funde con el coro de una melodía tantas veces repetida, me siento frente a mi escritorio, con una taza de té de frambuesa a mi lado y un cuaderno gastado, cómplice de mis pensamientos más íntimos.
Genial 👍
Hola, Benedetta.
Escribir desde el dolor o desde la somatizando, sana, es ayuda o reconforta. Para otros, los que somos cartógrafos del caos o agentes del caos. Nos liberamos, nos da un propósito y a veces una causa.
El dolor lo plasmo en Tahoma.